Cavilaciones

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El silencio roto Por Juan Manuel Robles Hildebrandt en sus trece

Este jueves se presenta el libro De silencios y otros ruidos de Rafael Salgado, hijo de un militante del MRTA que fue torturado y asesinado por la policía en 1993, un crimen que permanece impune. Uno termina de leer el texto testimonial con muchas preguntas y una certeza: qué poca memoria hemos hecho sobre ciertos episodios de la violencia vivida. Es más, qué censurados tenemos los relatos de ese periodo, qué reglamentado anda ese paseo por el parque temático del horror armado. Incluso en los grandes santuarios de la verdad histórica se ve esa contención. La memoria, por supuesto, es otra de las varias negociaciones después de la batalla, y en el Perú la negociación llevó a un acuerdo tácito y rápido: los terroristas no tienen voz en este entierro que ellos mismos provocaron. Ni sus hijos.

Este libro testimonial de un niño que se enteró de que su padre había muerto extrajudicialmente, casi irreconocible en la morgue, quiebra ese pacto. Si José Carlos Agüero, hijo de senderistas ejecutados, habla en Los Rendidos desde la duda y los dilemas, Salgado lo hace desde la rabia y la reivindicación del derecho a la memoria íntima y al afecto. También desde el derecho de un hijo de considerar a su padre emerretista un militante guerrillero —como los que hubo en toda América Latina—, sin agachar la cabeza al mentarlo.

El libro narra algo que Salgado solo entiende al cabo de los años: que fue condenado a un silencio profundo —de esos que se oyen—, obligado a esconder fotografías, borrando a su padre de todo comentario. Un silencio tan grande que era imposible pensar en la importancia de su historia, relevante porque es muestra de muchos casos similares: en el Perú se torturó a muerte a militantes de grupos subversivos, en situaciones de detención (no en combate).

Salgado cuenta que aunque tempranamente sabía que su padre fue torturado hasta morir, el hecho fue diluyéndose ante la imposibilidad de hacer la denuncia, en los noventa. Derrotada, su familia habló del tema cada vez menos (y Rafael, un muchacho, no tenía nadie más con quién hablar del asunto). Pero la historia renació con el trabajo de la Comisión de la Verdad, que en su informe final recomendó judicializar el caso del asesinato de Rafael Salgado Castilla. Es entonces cuando el hijo se encuentra con la burocracia de las reparaciones y entra en el Padrón de Víctimas.

Salgado reflexiona y entiende que la categoría de víctima no es la que mejor le calza (él no sufrió lo que otras personas sufrieron en el terrible conflicto armado, por los crímenes del Ejército y de los propios subversivos). Pero también se rebela cuando le Estado le quita esa categoría por un hecho puntual: su padre es un terrorista (siempre tiempo presente, hasta después de la muerte), y un terrorista no puede ser víctima.

El libro es la lucha de un hijo por esa memoria arrebatada, o mejor, por el derecho negado de que esa memoria exista oficialmente. Un alegato que dice sí, un militante de un grupo subversivo puede ser una víctima: mi padre lo fue y soy un sobreviviente de ese crimen.

El libro es una versión de parte que no se calla y rompe tabúes. Salgado entiende que a su padre lo mataron por no delatar a sus compañeros y admira ese silencio final que le costó la vida y el dolor físico. El silencio cuesta. Ocultarse cuesta.

Por supuesto que nunca es cómoda una lectura que habla desde el punto de vista de quienes pudieron cometer actos condenables. Pero este es un libro necesario, que nos remite —sin plantearlas— a preguntas que nadie quiere hacerse: ¿Por qué no se puede humanizar a un acusado de terrorismo? ¿Es incompatible comprender su pasado militante y su contexto histórico, con el hecho de despreciar y condenar lo que hizo después? ¿Es inmoral asomarnos a su imagen dulce de padre? Yo soy de los que cree que las sociedades tienen derecho a establecer sus propias censuras (según sus circunstancias históricas) pero tengo la impresión de que, en el Perú estas preguntas las han respondido otros por nosotros.

Son imágenes de vida como las del testimonio de Salgado las que nos permiten ver, comprender, incluso condenar de manera distinta, sabiendo que ilegalizar no implica deshumanizar. La deshumanización es un camino demasiado corto a la eliminación, a la ejecución impune. En estos días en que vemos que el terruqueo se usa para matar impunemente, está bien denunciar los cargos falsos; pero con la misma energía habría que recordar —porque a algunos se les olvida— que la supuesta militancia tampoco justifica un disparo por la espalda.

De silencios y otros ruidos nos recuerda que el Perú necesita más voces y más memorias. Prefiero relatos por momentos incómodos, que me interpelen, a la amnesia que ha tomado el poder, que apuesta por el bucle sin aprendizaje. Hay también en este libro un acto de justicia. Mientras algunos hijos se dedican a perpetuar la corrupción colosal de sus padres con la cara dura destapada, otros hijos ni siquiera pueden nombrar a los suyos (que sí pagaron por sus crímenes). Son silencios grandes, multiplicados por miles, que deben romperse.

(Por Juan Manuel Robles. Hildebrandt en sus trece # 630)

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