Cavilaciones

Cavilaciones

Rafael Salgado: “Me cuesta definirme como víctima, no quiero que mi identidad se construya solo desde el dolor”

En la sociedad contemporánea, presentarse como ‘hijo de…’ suele ser percibido como una forma de buscar reconocimiento social o una señal de falta de identidad propia. Sin embargo, ¿qué sucede cuando la ascendencia familiar, en particular cuando se es hijo de un miembro de un grupo subversivo, se convierte en un camino en un camino hacia la construcción de la propia identidad? Rafael Salgado, en su libro ‘Del silencio y otros ruidos’ (Punto Cardinal, 2022), explora de manera profunda este complejo proceso.*

 

¿Cómo te animaste a escribir tu experiencia? Me imagino que le has dado muchas vueltas antes de hacerlo.

Sí, fue un proceso largo. Tras un encuentro internacional de H.I.J.O.S.[1] en 2010 en México, me animé a escribir de manera más continua. Al regresar a Perú, el auge de las redes sociales me impulsó a usar más Facebook, ya que sentía que nuestra voz no estaba presente en el debate público. La falta de apertura de los medios tradicionales y el control social en el espacio público me llevaron a buscar otros canales para expresarnos.

En 2015, con la publicación de libros de José Carlos Agüero y Lurgio Gavilán, se abrió un espacio, pero estos solo hablaban de Sendero. Ese año, organizamos el primer evento público de HIJXS de Perú. Lamentablemente el “terruqueo” contra Abel Gilvonio durante su postulación al congreso en 2016 fue un golpe duro y no continuamos realizando eventos.

En 2017, decidí irme del Perú, y entre el “terruqueo” y mi salida del país, me vino la idea de que hacía falta una voz para contar lo que estamos viviendo y sintiendo, para enfrentar nuestra historia. Así que me animé a escribir este libro. Empecé en 2017, y me ha tomado cinco años.
 
¿Buscabas algún objetivo específico al escribir, o simplemente necesitabas expresar lo que llevabas dentro?

Creo que los objetivos del libro se fueron añadiendo con el tiempo. Al principio, mi intención era simplemente contar mi historia para liberarme de la angustia de tener que decidir si compartirla o no con quienes me conocían. Pensaba: «ahí está mi historia, está en las redes. Si me conoces y te acercas a mí, ya no sentiré ansiedad por si te alejas o me discriminas por mi pasado.» Ese fue mi primer objetivo.

Con el tiempo, escribí para enfrentar un pasado lleno de múltiples violencias. A través de la escritura, he procesado gran parte de lo que viví. También quise llevar mi experiencia al espacio público, mostrando que no se trata solo de decisiones familiares, sino de un contexto social más amplio. La violencia política, familiar y sexual que sufrí refleja problemas colectivos. Esto es algo que intenté mostrar en el libro, aunque quizás no estaba tan claro al principio.
 
Tu padre tenía una particularidad: a diferencia de muchos que estuvieron vinculados a grupos subversivos y tendían a ausentarse por esas mismas circunstancias, él siempre estuvo presente en tu formación.

Estoy recolectando textos y audios de personas que conocieron a mi papá para crear un folleto que muestre que él fue más que el “terrorista” que algunos quieren presentar. Una persona me comentó que mi papá era de los pocos que siempre iba acompañado de su hijo. Era un padre que asumió varios roles en una época donde el cuidado de la infancia recaía principalmente en las mujeres.

Esto me permite recordarlo con claridad y revivir las experiencias que compartimos. A pesar de que cuando nos mudamos de un barrio de clase media a uno popular en San Juan de Lurigancho, un asentamiento humano, se impuso la idea de que nadie supiera nuestra historia. Aunque no me lo dijeron explícitamente, mis familiares me llamaron la atención varias veces cuando se me escapaba algo. Esto convirtió el silencio y la falta de fotos en una especie de obligación.

Pero ese silenciamiento externo también se volvió interno entre ustedes.

Sí, he reflexionado mucho sobre la relación entre lo público y lo privado, y sobre qué puedo contar. Esto nos condiciona y, en nuestro caso, lo vivimos de forma intensa. Los miedos se infiltraron en nuestra vida cotidiana, por lo que hablo de la violencia en casa como un continuo de todo ese período violento. En el libro, exploro las causas por las que sentimos la necesidad de silenciar aspectos de nuestra historia. El silencio y el miedo afectan nuestra narrativa, y esa performance también repercute en la dinámica familiar.

En una parte de tu libro mencionas lo difícil que te resultó considerarte una víctima.

Ese ha sido un tema complejo. Cuando ocurrió la CVR, muchas víctimas fueron a contar sus historias, y nosotros nos sentimos confrontados. No valoraba lo que me había pasado; no me consideraba una víctima ni incluía a mi familia en lo que le había sucedido a mi papá. Con una visión romántica, pensaba que lo que le pasó era consecuencia de sus propias decisiones. Él eligió la revolución y la guerra, y eso era parte de su camino. En el libro, parafraseo al Che, que dijo: «En una revolución verdadera, se triunfa o se muere». En ese momento, lo creía. Con el tiempo, empecé a cuestionar eso.

Comencé a reflexionar sobre el hecho de que el Estado no tiene derecho a torturar, asesinar o matar, especialmente cuando una persona ya ha sido capturada, como ocurrió con mi papá. Empecé a considerar cómo todo eso había afectado mi vida. Así, me pregunté si yo también era una víctima de lo sucedido, pensando en lo que había pasado con mi papá y en cómo habíamos sobrevivido a ese periodo.

En Perú, las víctimas suelen recibir un rol pasivo impuesto por el Estado. ¿Cómo afecta esto?

Eso nos divide. La víctima que acepta el Estado, la que es susceptible de recibir reparaciones, puede hablar de su sufrimiento, pero no puede politizarlo.  Pero eso nos impide luchar juntos. Como no soy reconocido como víctima porque mi papá fue militante del MRTA, muchas víctimas que se distinguen como inocentes no querrán unirse a mí. Les dirán: «Ah, su padre era terrorista, mira con quién estás luchando». Esto ha profundizado la división en el país.

Pero no solo desde el Estado, ¿no?

No, no es solo desde el Estado. Lo menciono porque es lo que hace más palpable esta situación. Lo vemos hoy: hay muchos detenidos, pero no todos reciben el mismo apoyo. Solo algunos, aquellos por quienes es más fácil hacerlo. Ese ‘terruqueo’ ha calado profundamente; es una estrategia de división. Para mí, no es solo discriminación, aunque a veces se enfatice más en ese punto. También es una forma de dividirnos y de impedir que luchemos juntos manteniéndonos bajo la constante sospecha mutua.

¿Te costaba reconocerte como víctima porque tenías una mirada crítica hacia lo que hizo tu padre, o porque pensabas: ‘él no es una víctima, por lo tanto yo tampoco lo soy’? ¿Cuál de estas razones fue más determinante?

Al principio, pensaba que él no era una víctima. Creía que su decisión de seguir ese camino llevaba consigo las consecuencias lógicas. Pero eso me llevó a un proceso de cuestionamiento profundo. Esa idea nos afectó y nos hizo vivir en silencio. Ahora cargamos el estigma y el ‘terruqueo’. Mi madre perdió su trabajo por ser la esposa de alguien involucrado en todo esto. Esa fue una decisión de mi padre al involucrarse en la guerra.

Comencé a reflexionar sobre quién soy en relación con este contexto más amplio. Asumir la categoría de víctima es complicado, porque la sociedad te asigna un rol. Aunque puedo decir que soy víctima, no siempre soy aceptado en ciertos espacios. Tengo que luchar para que alguien escuche mi historia y publique mis artículos.

¿Entonces llegaste a la conclusión de que también eres una víctima?

Sí, creo que soy víctima de un contexto de violencia política. La forma en que mataron a mi padre y el ambiente de violencia que viví en casa contribuyeron a ello. Aunque la violencia no era dirigida directamente hacia mí, el silencio y la precariedad fueron muy difíciles. Todo eso facilitó que Juan Borea, el director de mi colegio, abusara de mí. Así que sí, hay hechos concretos de violencia que me convierten en víctima.

Me cuesta definirme como víctima, no quiero que mi identidad se construya solo desde el dolor. Mi objetivo con el libro es transformar esta experiencia en algo más propositivo, que cuestione la realidad en la que vivimos.

¿Cómo responderías a quienes dicen que tu papá asumió las consecuencias de sus decisiones y que lo que sucedió fue el resultado de sus acciones?

Estoy completamente en contra de ver lo sucedido de esa manera, porque eso abre la puerta a una sociedad y un Estado que se sienten con la libertad de matar, torturar o desaparecer a cualquiera que se oponga a ellos. Cuestionemos sus métodos y el uso de la violencia, pero también preguntémonos por qué un grupo de jóvenes llegó a la conclusión de que esa era la única forma de cambiar las cosas. Necesitamos ese debate en el país, no para legitimar lo que hicieron, sino para entender el contexto que llevó a esas decisiones.

Ellos se alejaron de sus familias por su militancia, buscando un bien mayor, pero también causaron sufrimiento. La responsabilidad del dolor no recae solo en ellos, a pesar de que esa es la percepción general. Creo que es necesario reevaluar una de las conclusiones de la CVR que habla de que la violencia empezó con la decisión de SL de hacer la guerra. Si bien tomaron decisiones y tienen responsabilidades, hay un contexto social, político y económico detrás de esa violencia que también debe ser considerado.

Me parece que ese aspecto se ha perdido en el debate. Muchos se conforman con esa conclusión y no la cuestionamos; simplemente se asume y se sigue adelante.

A través de tu libro, entonces, quieres desafiar esa narrativa hegemónica.

Sí, contar mi historia busca desafiar el discurso que presenta a estas personas como monstruos que decidieron matar sin más. Quiero mostrar la realidad de un padre que, a pesar de su militancia, se preocupaba por su familia, que asistía a fiestas y conciertos como cualquier joven de su época. Simplificar y estigmatizar a estas personas es erróneo.

Mi objetivo es cuestionar esa visión y demostrar que no eran entes aislados; eran productos de una sociedad peruana compleja y violenta. No busco redimir a nadie, sino analizar la situación en toda su complejidad, sin estigmas ni ‘terruqueo’. Es importante destacar que el delito de terrorismo no prescribe, lo que dificulta contar estas historias por el riesgo de ser acusados de apología del terrorismo.

Por eso mismo hoy es difícil hablar de las conversaciones y vínculos que pudieron tener con las organizaciones de izquierda. Por eso creo importante lo que vivimos en nuestro primer evento con figuras como José Carlos Agüero, Carla Rimac, Anahí Durán, Eduardo Cáceres. Justamente fue Eduardo quien, por ejemplo, comenzó su discurso diciendo: «No vengo a decir que tuve enormes diferencias con el papá de Abel, quien militó en el MRTA; al contrario, compartimos muchas coincidencias, y unas diferencias que nos llevaron por caminos distintos».

Ahora, respecto al concepto de víctima, este enfoque puede limitar nuestra comprensión de lo que realmente ocurrió. Si nos centramos solo en considerarnos víctimas, podríamos pasar por alto las causas que originaron los proyectos políticos detrás de las acciones armadas.

Ni siquiera hemos definido colectivamente quién es una víctima. El Estado tiene características específicas para definirla, excluyendo a quienes militaban en el MRTA o Sendero, a pesar de que hayan sido torturados o asesinados, y por ende, sus familiares tampoco son considerados. Una víctima, según el Estado, debe hablar de su dolor. Una vez que politiza su experiencia y se pregunta por qué vivió lo que vivió, se convierte en terrorista. Eso me interpela mucho. Creo que la fuerza del “terruqueo” radica en que hay cuerpos que nadie quiere defender, sobre todo los de Sendero y MRTA.

Por ejemplo, se les han retirado los beneficios penitenciarios a todas las personas juzgadas por terrorismo, y nadie se ha pronunciado, a pesar de que es inconstitucional. La pena debería tener el objetivo de reintegrar al reo en la sociedad, entre otros aspectos.

Y la izquierda ni cuestiona eso.

Claro, en lugar de defender los derechos humanos para todos, terminan cediendo ante la presión Estatal. Esto plantea la pregunta: ¿Qué tipo de sociedad estamos creando si reproducimos el mismo juego de la derecha al decidir quién tiene derechos y quién no? Se generan ciudadanos de primera y segunda categoría, lo que impide construir una sociedad en la que los derechos humanos sean verdaderamente universales.

Cuando reflexionabas sobre tu padre, ¿tenías una visión idealizada de él o solo considerabas su rol como padre?

Todo esto forma parte de un contexto más amplio. La política cobró gran importancia para mí como forma de entender lo que había sucedido, especialmente cuando nadie hablaba de la pérdida de mi padre. En medio del silencio, entender su muerte como algo heroico me ayudó; era una explicación que me llenaba de orgullo y me ayudaba a sobrellevar los duros años de los noventa. Inconscientemente, me decía: «Resiste, lo que vives no es peor que lo que ya ha pasado. Todo es por un bien mayor». Así idealicé su muerte; para mí, fue heroica, entregó su vida a la revolución. Aunque pueda parecer paradójico, eso me ayudó en ese momento.

Es posible que para quienes no han vivido historias como la mía sea difícil entender esa sensación que me daba fuerza. Viví esa experiencia en soledad, sin poder compartirla. Me siento orgulloso de que mi padre haya luchado por un ideal, pero eso también me dejó sin espacio para mí. Esa es la contradicción: vivía a través de la historia de mi padre. Rompí con eso más tarde, cuando nació mi hija. Empecé a sentir que ella también podría  transmitirle una carga de abandono y ausencia. Recuerdo decirle: «Yo no te voy a dejar. Siempre estaré contigo». Me parecía raro, porque mi padre no me abandonó, pero su rol político le impidió ser un padre presente en los aspectos cotidianos de la vida.

Quizás me he alejado un poco de la pregunta, pero sí hubo una idealización. Cuestionar sus acciones y verlas con una perspectiva más compleja, considerando su impacto en el país, llegó mucho después. Aún creo que falta un contexto que me permita reflexionar sobre esto con tranquilidad. Hay muchas voces que escuchar y yo no tengo acceso a ellas. Nunca tuve la oportunidad de preguntarle nada a mi padre por qué lo mataron.

¿Cuándo comenzaste a desidealizar a tu padre?

En primer lugar, en casa, al hablar con mi mamá, he visto cómo ella asumió sola mi crianza durante varios períodos, a pesar de que mi papá fue muy presente. El peso de mi cotidianidad recayó mayormente en mi madre. Tengo más recuerdos de mi papá manejando. Con mi mamá me recuerdo tomando el bus, ella cargando con todos sus materiales e incluso mis cosas cuando iba a trabajar a los asentamientos humanos en Motupe y Montenegro. Aunque mi padre me cuidó más que otros en su momento, la carga mayor siempre fue de mi madre, quien se aseguró de que pudiera seguir adelante.

Con el marco de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), valoro el momento en que se hablaba de estos temas. No solo en las audiencias públicas, sino en la cotidianidad, la gente discutía sobre ello. Me pregunto qué papel jugaron los movimientos sociales a nivel local, especialmente en el oriente, y el impacto de la ley de arrepentimiento. A mi tío lo desaparecieron sus compañeros para poder acogerse a esa ley.

Todo esto me lleva a pensar en cómo la guerra te desfigura. Un dato que me sorprendió fue una estadística que usó Vera Lentz en una de sus exposiciones que da cuenta de cuántos policías y cuánta población civil murieron. La diferencia era abismal y me chocó. Me pregunté contra quién fue realmente la guerra. No busco culpabilidad en un grupo o en otro, pero el dato me impactó.

¿Te has preguntado por qué tu padre tomó ese camino y no el de la vía electoral?

Intento entender a mi padre en el contexto de su generación. Él fue joven cuando terminó la dictadura de Morales Bermúdez y vivió la transición de los años 60, con la toma de tierras y la reforma agraria. En su contexto también había movimientos guerrilleros en toda América Latina; no era exclusivo de Perú. En esa época, mi padre era cristiano y se politizó abrazando la teología de la liberación, lo que lo llevó a creer que había que actuar para cambiar la realidad.

No solo participó en las comunidades eclesiales de base sino que también trabajó en los barrios populares de Puente Piedra y en Villa el Salvador. Supongo que llegó a pensar que no había otra manera de cambiar las cosas. Esa es una pregunta que lamentablemente no podré hacerle. Para él, no bastaba con el trabajo barrial o sindical; la democracia de los años 80 no resolvía los problemas.

Había un discurso en favor de la lucha armada que era común en toda la izquierda peruana.

Sí, y esa es la parte más difícil de abordar. Según lo que he conversado con personas de la época, la postura más moderada sostenía que no era el momento y que había que esperar a que se agudizaran las contradicciones.

Situarlos dentro de ese continuo histórico de luchas e identidades es complicado para la izquierda. Con todo el «terruqueo», no lo digo como una justificación, pero deberíamos reconocer que había diálogo y debates. Eso está documentado en la CVR.

Cuando Yehude Simons asumió la presidencia del Consejo de Ministros, ¿tuviste expectativas?

Para mí, Yehude no es una figura emblemática. Estudié con su hijo y recuerdo el momento en que salió de la cárcel, cuando se hablaba de su inocencia. No conozco bien su rol debido al silencio que lo rodeaba. Mi padre, siendo clandestino, no estaba familiarizado con las figuras públicas de su grupo. No tenía expectativas sobre Simons; me preguntaba por qué se involucró con Alan García tras todo lo sucedido.

Tú y tus compañeros de HIJXS de Perú han intercambiado experiencias con agrupaciones de H.I.J.O.S. de otros países como Argentina, Chile, Colombia y México. ¿Cuál es la principal diferencia?

La diferencia principal radica en la posibilidad de hablar desde una identidad que cambia según el país. Los argentinos gozan de una legitimidad que, a mi parecer, no tienen otros en América Latina. En Perú, somos usados para demostrar conexiones con el terrorismo, aunque no estemos involucrados. El caso de Abel, por ejemplo, ilustra cómo se utilizan videos y otros medios para propagar violencia simbólica.

En otros países, hemos visto situaciones similares de estigmatización, pero quienes han venido a Perú se impresionan por la violencia que se vive aquí, impuesta a través de estrategias de terror. A diferencia de Perú, en otros lugares, la gente utiliza los espacios públicos de manera más libre; se sienta en las plazas y realiza actividades que aquí están negadas. Cada intento nuestro ha enfrentado grandes dificultades. Y aun con las diferencias, hay más cercanías con Colombia y Guatemala por ejemplo que con el Cono Sur.

Al principio, tenías una mala relación con las ONG de derechos humanos, pero luego cambió tu perspectiva, ¿verdad?

El contexto del ‘terruqueo’ es complejo. Reconozco el papel de estas organizaciones en apoyar a las víctimas y su compromiso con la denuncia de injusticias, aunque también tengo críticas. Han enfrentado muchas dificultades y han tenido que elegir cuidadosamente qué causas defender. Sin embargo, preocupa su silencio en casos como los de Olimpo o Perseo y la ausencia de un esfuerzo colectivo para decir claramente: ‘esto no puede estar pasando’.

¿Solo se puede acceder a determinados derechos si se te considera como víctima?

Si. El caso de mi padre muestra las contradicciones de los derechos humanos en el país. Mi padre fue torturado y asesinado por la policía del Perú. La CVR recomendó la judicialización de su caso. Por eso automáticamente fue inscrito en el RUV. Pero lamentablemente la ley peruana excluye a los militantes de SL y el MRTA de ese registro. Sin embargo tampoco deberían haberlo sacado del registro ya que no hay evidencia legal que demuestre que fue militante porque al asesinarlo le negaron el derecho a defensa en un juicio. Sin embargo, elegí no hacer mi lucha desde la negación de su militancia.

¿Por qué elegiste ese camino?

Me pareció lo más coherente. Creo que la razón por la que mataron a mi padre fue su militancia política. Decidí no negar que él había sido militante del MRTA. No me sentía bien con una postura que decía que no sabía nada o que me escudaba en que solo tenía nueve años.

En 2004 o 2005, cuando empezaron los juicios, mi padre fue parte de los casos emblemáticos. La CVR entregó su caso a la Fiscalía, y fue el primero en recibir una sentencia. Sin embargo, se realizó un juicio exprés, y meses después, se absolvió a todos los implicados. Hasta hoy, siguen absueltos.

Cuando la reportera de El Comercio me preguntó si mi padre era del MRTA, respondí que no lo sabía porque tenía solo nueve años. Después de esa entrevista, me sentí incómodo al negar su militancia, porque eso contradice la realidad. Comencé a cuestionar la idealización, pero seguía viendo a mi padre como un caso político, y su asesinato y tortura también lo eran.

La construcción del sujeto terrorista es un tema complicado.

La gente se desgasta en estos casos. No solo tienes que denunciar lo que le pasó a tu familiar, sino que también debes demostrar su inocencia. De lo contrario, sabes que no conseguirás justicia. Vives con esa presión.

Es difícil lidiar con la famosa portada de La República que decía «No eran terroristas». Aprecio mucho el trabajo de Gisela Ortiz, pero lo menciono porque alguna vez alguien me llamó la atención por criticar esa portada. Me dijeron que para los familiares es muy importante. Me sorprendió, porque el mensaje que transmite me parece problemático y genera reacciones fuertes. Es difícil lidiar con esas presiones.

Podemos constatar cómo muchas víctimas inocentes reciben mucho apoyo y la gente se moviliza para que haya justicia en sus casos. Para los demás, la situación es difícil. Pero también hay que considerar a quienes han defendido la inocencia de sus familiares. Imagínate que las ONG dejen de hacerlo, ¿cómo sigues adelante? Para mí, no ha sido fácil construir un discurso desde esa aceptación. Creo que, independientemente de si pertenecía a Sendero o al MRTA, no debería haber habido ejecuciones extrajudiciales.

La idea detrás de tu texto es: «es cierto, mi padre fue terrorista, pero no solo fue eso». ¿Nunca te has cuestionado ese término?

En realidad, yo hablo de acciones terroristas, no de terroristas. La CVR señala que no se pueden catalogar a las personas como terroristas, sino a las organizaciones. Mi padre no solo llevó a cabo acciones que generaron miedo; su intención no era sembrar terror en la sociedad, sino acercarse a la gente. Quienes lo conocían bien dirían que era una persona muy querida. En los pueblos a los que iba, era apreciado. De hecho, le llamaban «Rafillo».

¿Te sientes orgulloso de tu padre?

Sí, es complicado decirlo en Perú, pero me siento orgulloso. Mi padre fue parte de una generación que utilizó la violencia para cambiar la realidad. Sentirme orgulloso de él no significa que no tenga cuestionamientos. Me siento orgulloso de que creyó en un cambio y se comprometió. Esa decisión lo llevó a militar en una organización armada, pero es solo una parte del proceso. Muchos se centran solo en eso y no ven todo lo que hizo. Trabajó en barrios, en ONGs, en movimientos cristianos, tratando de hacer algo diferente. Ante todo, creía que se podía cambiar la realidad, no solo a través de las armas.

A raíz de lo que pasó con tu padre, tu madre perdió su trabajo, ¿no?

Así es.

Y años después, tú también lo perdiste por el mismo motivo.

Sí, más o menos. La institución no lo diría así, pero hubo un cambio de planes tras la revelación de mi militancia en el Frente Amplio. Me tildaban de radical y cercano al terrorismo. Algo que me molestó fue  el cambio que tuvo mi jefe, una persona belga que desde el principio supo mi historia y que militaba en el Frente Amplio.

Cuando estalló el escándalo, aparecí brevemente en un reportaje de Panorama, que se enfocaba en Abel. Mi jefe lo vio con su esposa peruana  él me contó que ella se asustó y dijo: «El terrorismo va a volver otra vez». Él ni siquiera mencionó que trabajaba conmigo.

El acuerdo era continuar después de que se acabara el proyecto, pero al final me dijeron que no renovarían mi contrato. Yo les envié una carta donde condenaba su decisión y su macartismo. Luego me enviaron una carta en donde se disculpaban por el “malentendido” y en la que expresaban su satisfacción con mi trabajo, pero solo podían extender mi contrato por tres meses más.

¿Cómo ha sido la relación con tu familia en torno al tema de tu padre?

No es un tema fácil. La familia de mi padre no quiso hacer nada por la justicia. Es raro, porque mi padre me encomienda a mis abuelos maternos. Pero también hay que entenderlo. No es sencillo para alguien en el sector privado que se enteren de que eres familiar de alguien acusado de secuestrar empresarios. No es la mejor carta de presentación.
 
¿Y cuál será esa idea? ¿Que genéticamente se heredan las acciones de los parientes?

Sí, desde su lógica. Como ellos sí heredan empresas y posiciones.

¿Consideras que haber vivido esa violencia sexual en el colegio se debió a tu condición de vulnerabilidad?

Sí, totalmente. Fue por una vulnerabilidad familiar en un contexto muy duro. En esos momentos, éramos muy pobres; nuestra caída hacia la pobreza fue vertiginosa, pasando de la clase media a un barrio sin agua, luz ni desagüe. El director del colegio me ayudaba con comida y le daba trabajo a mi mamá. Ese tipo se aprovechó de todo eso.

Desde que hiciste la denuncia, ¿en algún momento esta persona intentó comunicarse contigo?

En absoluto. Lo último que supe de él fue una carta de despedida, con un cinismo brutal que me dio mucha cólera. En esa carta, decía que su único error en el colegio había sido no enseñar a un grupo de personas el valor de la gratitud. Es decir, tras todo lo que hizo, éramos unos ingratos. Esa última comunicación me da rabia; es un tema que me enfurece mucho.

¿Crees que hay una estrategia para evitar que las personas salgan de las cárceles a partir de nuevos juicios?

Totalmente. Hasta ahora, los siguen hostigando. Varios exmilitantes del MRTA han tenido que abandonar el país porque no pueden vivir allí. No sé cómo es el caso de los militantes de Sendero, pero supongo que enfrentan un constante acoso. Siempre les he dicho que pueden contar su historia, pero están tan cansados del ensañamiento que no siempre desean hacerlo público. Les embargan las casas para cubrir la reparación civil, y hay presión constante sobre ellos, aunque no se habla mucho del tema.

No es que al Estado le importe la comunidad LGBTIQ+; si fuera así, implementarían políticas públicas para protegerles. El objetivo es otro: un ensañamiento para volver a encarcelarlos o una forma de hacer pedagogía social a partir del ensañamiento hacia los exmilitantes. Por eso han reabierto el caso Las Gardenias.

Parece que se trata  de anularlos para siempre. A menudo, cuando se descubre que una persona que ha estado en la cárcel participa en una marcha, se la presenta como si estuviera manipulando o preparando una insurrección violenta, cuando simplemente está ejerciendo sus derechos civiles de manera democrática.

Y ahí también está parte de la izquierda, que trata aún peor a quienes vienen de la experiencia del MRTA o Sendero Luminoso. Yo no estoy de acuerdo con eso. ¿Por qué no disputarle el sentido a esa narrativa? Volver a sacar el fantasma del terrorismo implica hacer creer que todos son homogéneos, como si todos los que pasaron por esa experiencia quisieran poner coches bomba y matar a todo el mundo. Al hacerlo, los estás anulando no solo como individuos, sino también como proceso y proyecto político. Y claro, con ese proyecto puedo discrepar totalmente, pero lo ideal sería poder hacerlo abiertamente, y que a partir de esa discrepancia se construya una sociedad que valore la diferencia. Sin embargo, la propia izquierda también contribuye a anular ese debate.

Mucha gente progresista cae de una manera muy  fácil en este discurso del fantasma del terrorismo.

Me he topado con varias personas a quienes aprecio, bien intencionadas y reflexivas, que me dicen: «No, yo sé lo que hay detrás, está Sendero». Y yo les respondo: «¿Y qué significa eso?». Bueno, debate con ellos, estamos en otra época, en otro contexto. Pero sus mentes parecen retroceder a ese tiempo, y como te digo, yo discrepo en muchas cosas, pero la política es un derecho. Ejercer el derecho a la protesta también lo es. No me parece justo que se sigan arrastrando esos fantasmas.

El otro tema es pensar que la gente es “manipulada” por exsubversivos.

Pensar que Sendero Luminoso y el MRTA manipularon a todos es un acto de racismo y discriminación. Sin embargo, lo aceptamos con facilidad, porque es más sencillo cargar toda la responsabilidad sobre ellos que reconocer que la gente tiene motivaciones profundas y, como venimos reflexionando con mi compañera de HIJXS Goya Wilson, no reflexionamos sobre las causas de la guerra que entre otras cosas tenían que ver con la violencia estructural y represiva contra las luchas populares existentes. La marcha no requiere manipulación; eso es absurdo. Es como buscar un chivo expiatorio para no enfrentar la realidad.

 

* Esta entrevista debió haberse publicado hace dos años, pero debido a las circunstancias relacionadas con el ‘terruqueo’ que prevalece en nuestro país, no pudo ver la luz. Consideramos que aún no es el momento oportuno para revelar esos detalles.

[1] Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio – H.I.J.O.S. – es una red integrada por diferentes colectivos que nuclean a hijas, hijos e hijes víctimas del terror estatal ejercido durante las dictaduras latinoamericanas de las últimas décadas del siglo XX. Colectivos que luchan por la justicia, la construcción de memorias y la defensa de los derechos humanos.


Esta entrevista fue tomada del portal El Salmón

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *